sábado, 26 de abril de 2014

Un Cuento Verdolaga

Hay hinchas que dan todo por su equipo. Hay quienes regalan su piel para un tatuaje. Hay quienes entregan su tiempo y dinero para estar siempre presente alentando. Hay quienes regalan una canción o un cántico nuevo.

Hoy no voy a dármelas de gran hincha de fútbol. No, yo no soy de esos que describo arriba. Yo sufro, grito, y aliento, pero también me olvido a veces. Esta lejanía en especial, me ha obligado a estar un poco desconectado del equipo que siempre he querido desde chico, Atlético Nacional.

Hoy, cual hijo pródigo, admito que quiero volver a ser ese hincha fervoroso que fui alguna vez. Ese que iba al Atanasio cada que jugaba el verde. Ese que no se perdía un encuentro y se sabía de memoria la titular del equipo.

Pero a diferencia de ese hijo pródigo que todos conocemos yo no quiero volver con las manos vacías. Yo en cambio, mi querido Atlético Nacional, vengo con un regalo producto de algo que me gusta hacer: escribir. Hoy no traigo poemas de amor, hoy mi presente es un cuento. Un cuento basado en hechos reales y que quiero regalarte producto del cariño que todavía te tengo.
Para vos, Verde el alma, un Cuento Verdolaga.

***
Creo que estamos de acuerdo en afirmar que a nadie le gusta perder, y menos en el fútbol. Si entrevistás a un jugador cualquiera nunca te va a admitir que quiere perder (aunque casos se han visto). La victoria fortalece, energiza, brinda esperanza, pero más que todo, te da alegría.

Los hinchas del Verde tenemos un gran problema – o una gran ventaja, depende cómo lo querás ver – y es que siempre hemos estado enseñados a ganar. Como dice Sebastián Estrada, un parcero que veo poco pero que me cae re-bien, nunca perdemos “nuestra sana costumbre de andar celebrando”. Digo que eso es un problema porque uno se mal acostumbra. No quiero sonar pedante pero Nacional es uno de esos equipos que gana constantemente alguna copa. El tiempo de espera entre un trofeo y otro no se extiende a muchos años, como sí lo es para otros equipos que no quiero mencionar.

La historia que vengo a contarles el día de hoy no habla precisamente de victorias, pero sí de Atlético Nacional. Para ser específicos, les voy a compartir cómo ese equipo que seguimos, el equipo del pueblo, me enseñó que con la derrota también se quiere, incluso, se quiere mucho más.

Todo se remonta a un 19 de diciembre del 2004. Cuatro días atrás habíamos visto cómo el equipo había sido derrotado por el Atlético Junior en su casa en Barranquilla. Ese fatídico 3-0 en el partido de ida nos apagó la alegría a muchos. Las que nunca se apagaron fueron las esperanzas.

Por aquellos días solía frecuentar el estadio con mi amigo “El Mono”, Julián Herrera, más bien conocido por muchos como Herrera. Él sí es un hincha de esos fervorosos, que siempre ha estado ahí pa’ apoyar al equipo.

La fiesta comenzó temprano para nosotros. Medellín se vestía de verde por doquier. Se veían banderas exhibidas en los balcones. Los vendedores ambulantes hacían, literalmente, su diciembre con los productos verdolagas. El gorro, la camiseta, la bandera, era imposible no sentir que estabas en Medellín y a vísperas de una final del torneo nacional colombiano. Nosotros no éramos la excepción y por supuesto vestíamos con orgullo la camiseta del verde. Yo, la segunda de color negro, y Julián, la tradicional de rayas verdes.

Comimos chuzo de esos que dicen son de rata. Confieso que si la rata sabe así de bueno, pues entonces soy ratívoro. Nos tomamos  suficientes cervezas para subir los ánimos sin llegar al punto en el cual se evidenciara nuestra embriaguez. Por supuesto, teníamos temor a que no nos dejaran entrar al estadio por ese motivo.
Ingresamos 2 horas y media antes del partido con el fin de escoger un buen puesto. Nuestros asientos estaban ubicados en la que hasta ahora ha sido una de las mejores tribunas en las que he estado en el mundo. La sur del Atanasio. El ambiente es inconfundible. Sabés que no conocés a nadie pero a pesar de ello sentís esa hermandad con los que están a tu alrededor. Ese es el verdadero poder que tiene una camiseta de fútbol.

La espera se hizo eterna. La gente iba llegando poco a poco. Los trapos y carteles eran montados adornando el estadio. Los vendedores ambulantes comenzaban sus rondas. Cada vez que entraba una niña linda a la tribuna se dejaba oír el cántico “hueeeeevoooo, hueeeeevooo” en la muchedumbre. “Esto sí es ambiente”, me decía para mis adentros.

Poco antes que llegara la hora cero se comenzó a sentir un bombo en el fondo. El retumbar estruendoso anunciaba la llegada de los estandartes de la barra más grande que tiene Colombia. Los Del Sur, se hacen llamar. El cántico que iniciaban unos pocos se contagiaba más rápido que cualquier virus mortal. En tan solo unos segundos, casi medio estadio, y no sólo La Sur, estaba cantando aquel famoso “Veeeeeerdeeeee, veeeeerdeeeee”. La esperanza se respiraba en el ambiente.

Llegó el tan esperado momento y sonó el pitazo inicial. A nuestro lado, un señor con su “lorito” dejaba escuchar los gritos ensordecedores del Paisita que aturdían a todos sus oyentes a tan solo un minuto de haber comenzado el juego. Alrededor todo era una concentración absoluta. Eso sí, los cánticos de la Sur nunca cesaban.

El tiempo volaba y sin pensar llegó el minuto 18. El venezolano Rojas tomó una pelota por la izquierda y lanzó un pase al costado derecho para Edixon Perea que entre medio de dos defensas se levantó, cabeceó e insertó el primer gol en la portería del arquero del Junior. Abracé a Julián y gritamos de alegría mientras la algarabía se triplicaba en la Sur.

“… Vamos Nacional, queremos la copaaaa, la hinchada está reloca por vos y no puede paraaaaaar!”, era el cántico que sonaba en el fondo. La piel se me erizaba y el corazón se me aceleraba. No pasaron más de cinco minutos y el venezolano Rojas, otra vez, tomó un balón por la banda izquierda después de un toque de Edixon y lo lanzó al área de candela para que Aquivaldo Mosquera cabeceara y así marcar el 2-0. En la Sur todo se volvió una locura con ese gol. Julián y yo nos abrazamos de nuevo. Sabíamos que no éramos hermanos de sangre pero ese día el fútbol nos hacía hermanos de corazón.

Después del gol reinó una calma relativa. Los minutos pasaron hasta el 38, donde el equipo barranquillero anotó su primer gol de la tarde después de un par de pases en un tiro libre. El estadio se enmudeció. Los cánticos se detuvieron por un momento y sentimos que volvió de nuevo esa angustia que sentimos con el 3-0 en la ida. “A VER PUES HIJUEPUTAS, PARA QUÉ LOS TRAJE. A CANTAR!”, gritó alguien en Sur alta, a la vez que comenzaba a sonar otro cántico más: “Vamoooos, vamooos mi verdeeee, que esta nocheeeeee, tenemos que ganaaaar”. Las voces se replicaban, la energía volvía, era imposible no cantar al unísono de la muchedumbre. Por supuesto uní mi voz al clamor del pueblo.

El apoyo de la hinchada nunca cesó. Se acabaron los primeros 45 con el marcador parcial 2-1 y un global de 4-2 que tenía a muchos con la cara larga. El medio tiempo de un partido por lo general pasa lento cuando la angustia es grande, pero creo que ese día esos 15 minutos parecieron un medio tiempo entero.

El equipo entró de nuevo y la hinchada lo recibió de nuevo también. Serpentinas y cánticos fueron el elemento principal para recibirlo. El “toque, toque” no se dejó esperar. Si algo no se puede negar esa tarde es que los jugadores querían ganar. Producto de tanta presión llegó un tiro de esquina en el minuto 13. Después de que Zúñiga enviara la pelota al centro apareció de nuevo Aquivaldo para empalmar de cabezazo el tercero. Julián y yo nos abrazamos y celebramos de nuevo. Mientras gritábamos el gol veíamos a un niño de aproximadamente 10 años que estaba junto a nosotros y que también brincaba de alegría. Nos pareció algo particular pues al parecer estaba solo.

Recuerdo que a Aquivaldo le decían por molestar “Aguinaldo”. Pues lo cierto, es que ese diciembre nos estaba dando el aguinaldo de navidad a todos los hinchas del Verde. 3-1 el parcial y 4-3 el global. Con 35 minutos de juego por delante, la esperanza se convertía en realidad.

No pasaron más de 5 minutos y el Verde tuvo un tiro de esquina cobrado por Rojas. Después de un par de rebotes y un tiro al arco que rechazó el arquero del Junior, Carlos Díaz agarró el balón y le pegó de larga distancia. El balón se fue rápido y entró en la red. “Jueputa gol, jueputa gol”, grité. La locura era total. Ahora no éramos sólo Julián y yo quienes nos abrazábamos para celebrar. Era toda la Sur. Aquel niño que vimos celebrando solo en el tercer gol, con lágrimas en sus ojos y lleno de gozo, nos abrazó cual si fuéramos sus papás. Julián y yo lo agarramos y juntos gritábamos palabras de júbilo. Por supuesto, nunca supimos del niño aquel.

Atlético Nacional tenía un objetivo ese día: no dejarnos respirar. No habían pasado más de 2 minutos después del último gol, todos estábamos terminando de celebrar y de repente vimos que el balón se alzó desde el medio del campo para que un jugador en el fondo cabeceara en medio de los defensas y el arquero del Junior. El Chicho fue el que hizo el pase, y Héctor Hurtado fue el artífice de tal sutileza que nos ponía a celebrar de nuevo a todo el. 4-5 el global a favor del Verde. En ese momento agradecí a Dios, no sólo por la victoria parcial sino por haberme permitido presenciar semejante partidazo. Debo admitir que como el niño aquel de 10 años, ya tenía lágrimas de alegría en mi rostro.

Después del gol todo el estadio era uno solo. Los del Sur lideraban y todos los asistentes seguían los cánticos. Todos los hinchas del Verde en el estadio relucían una sonrisa de esquina a esquina. Los minutos corrían poco a poco y se acercaba el pitazo final, sin embargo, llegando el minuto 43 el estadio se silenció de nuevo con un gol del Junior. “No, penaltis no por favor”, dije en voz alta mientras me comía las uñas del nerviosismo. Es cierto que llegar a los penales era el objetivo inicial, pero después de ir ganando, recibir un gol a estas alturas era algo que el corazón ya no podía soportar. Nada pudimos hacer. El global ya estaba en 5-5 y lo único que se venía era la definición desde el punto penal.

Creo que lo que menos recuerdo de esa noche fue la definición a los 12 pasos. Lo único que recuerdo es que Juan Carlos Ramírez falló el cuarto penal y que después de que el “Nene” Mackenzie anotara el quinto quedamos a manos de Milton Patiño. Todos mirábamos con extremo nerviosismo el arco. Cruzábamos los dedos para que el jugador del Junior se lo comiera. Al fin de cuentas, eso no pasó. El Junior anotó y se cerró la serie de penales. El equipo barranquillero se convertía en el campeón del torneo Finalización Colombiano.

Las lágrimas ahora no eran de emoción sino de tristeza. Aquel niño de 10 años lloraba sin consuelo cual si le hubiera acabado de robar su traído después del 24. Nosotros lo abrazábamos y le decíamos que vendrían muchas más victorias. Y lo decíamos en serio. Sabíamos que el Verde daba para más.

Salimos del estadio de manera inmediata. No habían ganas de celebrar. Julián se despidió y se fue para su casa mientras yo partía para la mía. Mientras caminaba sentí una enorme tristeza pues al final no conseguimos la copa, pero con calma comencé a analizar lo sucedido aquella tarde. El equipo remontó un 3-0 casi imposible, incluso llegó a estar al frente en el marcador por varios minutos. Los jugadores nunca bajaron la guardia y siempre dieron el 100 por 100. “No debería estar triste. Debería sentirme orgulloso”, dije para mis adentros.

En aquel entonces se dibujó una sonrisa en mi rostro. Ese día Nacional me enseñó que también se quiere con las derrotas, pero no con cualquier derrota. Lo que el equipo demostró aquella tarde fue la mejor muestra de fútbol en muchos años. Tranquilo, continué mi camino hacia mi hogar, con la sonrisa sostenida y la frente en alto.

Gracias Verde te doy por las copas, pero en especial gracias por la muestra de fútbol que me regalaste esa tarde de diciembre. Ahora más que nunca lo digo y lo repito: soy del Verde, soy feliz.

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