sábado, 26 de abril de 2014

Un Cuento Verdolaga

Hay hinchas que dan todo por su equipo. Hay quienes regalan su piel para un tatuaje. Hay quienes entregan su tiempo y dinero para estar siempre presente alentando. Hay quienes regalan una canción o un cántico nuevo.

Hoy no voy a dármelas de gran hincha de fútbol. No, yo no soy de esos que describo arriba. Yo sufro, grito, y aliento, pero también me olvido a veces. Esta lejanía en especial, me ha obligado a estar un poco desconectado del equipo que siempre he querido desde chico, Atlético Nacional.

Hoy, cual hijo pródigo, admito que quiero volver a ser ese hincha fervoroso que fui alguna vez. Ese que iba al Atanasio cada que jugaba el verde. Ese que no se perdía un encuentro y se sabía de memoria la titular del equipo.

Pero a diferencia de ese hijo pródigo que todos conocemos yo no quiero volver con las manos vacías. Yo en cambio, mi querido Atlético Nacional, vengo con un regalo producto de algo que me gusta hacer: escribir. Hoy no traigo poemas de amor, hoy mi presente es un cuento. Un cuento basado en hechos reales y que quiero regalarte producto del cariño que todavía te tengo.
Para vos, Verde el alma, un Cuento Verdolaga.

***
Creo que estamos de acuerdo en afirmar que a nadie le gusta perder, y menos en el fútbol. Si entrevistás a un jugador cualquiera nunca te va a admitir que quiere perder (aunque casos se han visto). La victoria fortalece, energiza, brinda esperanza, pero más que todo, te da alegría.

Los hinchas del Verde tenemos un gran problema – o una gran ventaja, depende cómo lo querás ver – y es que siempre hemos estado enseñados a ganar. Como dice Sebastián Estrada, un parcero que veo poco pero que me cae re-bien, nunca perdemos “nuestra sana costumbre de andar celebrando”. Digo que eso es un problema porque uno se mal acostumbra. No quiero sonar pedante pero Nacional es uno de esos equipos que gana constantemente alguna copa. El tiempo de espera entre un trofeo y otro no se extiende a muchos años, como sí lo es para otros equipos que no quiero mencionar.

La historia que vengo a contarles el día de hoy no habla precisamente de victorias, pero sí de Atlético Nacional. Para ser específicos, les voy a compartir cómo ese equipo que seguimos, el equipo del pueblo, me enseñó que con la derrota también se quiere, incluso, se quiere mucho más.

Todo se remonta a un 19 de diciembre del 2004. Cuatro días atrás habíamos visto cómo el equipo había sido derrotado por el Atlético Junior en su casa en Barranquilla. Ese fatídico 3-0 en el partido de ida nos apagó la alegría a muchos. Las que nunca se apagaron fueron las esperanzas.

Por aquellos días solía frecuentar el estadio con mi amigo “El Mono”, Julián Herrera, más bien conocido por muchos como Herrera. Él sí es un hincha de esos fervorosos, que siempre ha estado ahí pa’ apoyar al equipo.

La fiesta comenzó temprano para nosotros. Medellín se vestía de verde por doquier. Se veían banderas exhibidas en los balcones. Los vendedores ambulantes hacían, literalmente, su diciembre con los productos verdolagas. El gorro, la camiseta, la bandera, era imposible no sentir que estabas en Medellín y a vísperas de una final del torneo nacional colombiano. Nosotros no éramos la excepción y por supuesto vestíamos con orgullo la camiseta del verde. Yo, la segunda de color negro, y Julián, la tradicional de rayas verdes.

Comimos chuzo de esos que dicen son de rata. Confieso que si la rata sabe así de bueno, pues entonces soy ratívoro. Nos tomamos  suficientes cervezas para subir los ánimos sin llegar al punto en el cual se evidenciara nuestra embriaguez. Por supuesto, teníamos temor a que no nos dejaran entrar al estadio por ese motivo.
Ingresamos 2 horas y media antes del partido con el fin de escoger un buen puesto. Nuestros asientos estaban ubicados en la que hasta ahora ha sido una de las mejores tribunas en las que he estado en el mundo. La sur del Atanasio. El ambiente es inconfundible. Sabés que no conocés a nadie pero a pesar de ello sentís esa hermandad con los que están a tu alrededor. Ese es el verdadero poder que tiene una camiseta de fútbol.

La espera se hizo eterna. La gente iba llegando poco a poco. Los trapos y carteles eran montados adornando el estadio. Los vendedores ambulantes comenzaban sus rondas. Cada vez que entraba una niña linda a la tribuna se dejaba oír el cántico “hueeeeevoooo, hueeeeevooo” en la muchedumbre. “Esto sí es ambiente”, me decía para mis adentros.

Poco antes que llegara la hora cero se comenzó a sentir un bombo en el fondo. El retumbar estruendoso anunciaba la llegada de los estandartes de la barra más grande que tiene Colombia. Los Del Sur, se hacen llamar. El cántico que iniciaban unos pocos se contagiaba más rápido que cualquier virus mortal. En tan solo unos segundos, casi medio estadio, y no sólo La Sur, estaba cantando aquel famoso “Veeeeeerdeeeee, veeeeerdeeeee”. La esperanza se respiraba en el ambiente.

Llegó el tan esperado momento y sonó el pitazo inicial. A nuestro lado, un señor con su “lorito” dejaba escuchar los gritos ensordecedores del Paisita que aturdían a todos sus oyentes a tan solo un minuto de haber comenzado el juego. Alrededor todo era una concentración absoluta. Eso sí, los cánticos de la Sur nunca cesaban.

El tiempo volaba y sin pensar llegó el minuto 18. El venezolano Rojas tomó una pelota por la izquierda y lanzó un pase al costado derecho para Edixon Perea que entre medio de dos defensas se levantó, cabeceó e insertó el primer gol en la portería del arquero del Junior. Abracé a Julián y gritamos de alegría mientras la algarabía se triplicaba en la Sur.

“… Vamos Nacional, queremos la copaaaa, la hinchada está reloca por vos y no puede paraaaaaar!”, era el cántico que sonaba en el fondo. La piel se me erizaba y el corazón se me aceleraba. No pasaron más de cinco minutos y el venezolano Rojas, otra vez, tomó un balón por la banda izquierda después de un toque de Edixon y lo lanzó al área de candela para que Aquivaldo Mosquera cabeceara y así marcar el 2-0. En la Sur todo se volvió una locura con ese gol. Julián y yo nos abrazamos de nuevo. Sabíamos que no éramos hermanos de sangre pero ese día el fútbol nos hacía hermanos de corazón.

Después del gol reinó una calma relativa. Los minutos pasaron hasta el 38, donde el equipo barranquillero anotó su primer gol de la tarde después de un par de pases en un tiro libre. El estadio se enmudeció. Los cánticos se detuvieron por un momento y sentimos que volvió de nuevo esa angustia que sentimos con el 3-0 en la ida. “A VER PUES HIJUEPUTAS, PARA QUÉ LOS TRAJE. A CANTAR!”, gritó alguien en Sur alta, a la vez que comenzaba a sonar otro cántico más: “Vamoooos, vamooos mi verdeeee, que esta nocheeeeee, tenemos que ganaaaar”. Las voces se replicaban, la energía volvía, era imposible no cantar al unísono de la muchedumbre. Por supuesto uní mi voz al clamor del pueblo.

El apoyo de la hinchada nunca cesó. Se acabaron los primeros 45 con el marcador parcial 2-1 y un global de 4-2 que tenía a muchos con la cara larga. El medio tiempo de un partido por lo general pasa lento cuando la angustia es grande, pero creo que ese día esos 15 minutos parecieron un medio tiempo entero.

El equipo entró de nuevo y la hinchada lo recibió de nuevo también. Serpentinas y cánticos fueron el elemento principal para recibirlo. El “toque, toque” no se dejó esperar. Si algo no se puede negar esa tarde es que los jugadores querían ganar. Producto de tanta presión llegó un tiro de esquina en el minuto 13. Después de que Zúñiga enviara la pelota al centro apareció de nuevo Aquivaldo para empalmar de cabezazo el tercero. Julián y yo nos abrazamos y celebramos de nuevo. Mientras gritábamos el gol veíamos a un niño de aproximadamente 10 años que estaba junto a nosotros y que también brincaba de alegría. Nos pareció algo particular pues al parecer estaba solo.

Recuerdo que a Aquivaldo le decían por molestar “Aguinaldo”. Pues lo cierto, es que ese diciembre nos estaba dando el aguinaldo de navidad a todos los hinchas del Verde. 3-1 el parcial y 4-3 el global. Con 35 minutos de juego por delante, la esperanza se convertía en realidad.

No pasaron más de 5 minutos y el Verde tuvo un tiro de esquina cobrado por Rojas. Después de un par de rebotes y un tiro al arco que rechazó el arquero del Junior, Carlos Díaz agarró el balón y le pegó de larga distancia. El balón se fue rápido y entró en la red. “Jueputa gol, jueputa gol”, grité. La locura era total. Ahora no éramos sólo Julián y yo quienes nos abrazábamos para celebrar. Era toda la Sur. Aquel niño que vimos celebrando solo en el tercer gol, con lágrimas en sus ojos y lleno de gozo, nos abrazó cual si fuéramos sus papás. Julián y yo lo agarramos y juntos gritábamos palabras de júbilo. Por supuesto, nunca supimos del niño aquel.

Atlético Nacional tenía un objetivo ese día: no dejarnos respirar. No habían pasado más de 2 minutos después del último gol, todos estábamos terminando de celebrar y de repente vimos que el balón se alzó desde el medio del campo para que un jugador en el fondo cabeceara en medio de los defensas y el arquero del Junior. El Chicho fue el que hizo el pase, y Héctor Hurtado fue el artífice de tal sutileza que nos ponía a celebrar de nuevo a todo el. 4-5 el global a favor del Verde. En ese momento agradecí a Dios, no sólo por la victoria parcial sino por haberme permitido presenciar semejante partidazo. Debo admitir que como el niño aquel de 10 años, ya tenía lágrimas de alegría en mi rostro.

Después del gol todo el estadio era uno solo. Los del Sur lideraban y todos los asistentes seguían los cánticos. Todos los hinchas del Verde en el estadio relucían una sonrisa de esquina a esquina. Los minutos corrían poco a poco y se acercaba el pitazo final, sin embargo, llegando el minuto 43 el estadio se silenció de nuevo con un gol del Junior. “No, penaltis no por favor”, dije en voz alta mientras me comía las uñas del nerviosismo. Es cierto que llegar a los penales era el objetivo inicial, pero después de ir ganando, recibir un gol a estas alturas era algo que el corazón ya no podía soportar. Nada pudimos hacer. El global ya estaba en 5-5 y lo único que se venía era la definición desde el punto penal.

Creo que lo que menos recuerdo de esa noche fue la definición a los 12 pasos. Lo único que recuerdo es que Juan Carlos Ramírez falló el cuarto penal y que después de que el “Nene” Mackenzie anotara el quinto quedamos a manos de Milton Patiño. Todos mirábamos con extremo nerviosismo el arco. Cruzábamos los dedos para que el jugador del Junior se lo comiera. Al fin de cuentas, eso no pasó. El Junior anotó y se cerró la serie de penales. El equipo barranquillero se convertía en el campeón del torneo Finalización Colombiano.

Las lágrimas ahora no eran de emoción sino de tristeza. Aquel niño de 10 años lloraba sin consuelo cual si le hubiera acabado de robar su traído después del 24. Nosotros lo abrazábamos y le decíamos que vendrían muchas más victorias. Y lo decíamos en serio. Sabíamos que el Verde daba para más.

Salimos del estadio de manera inmediata. No habían ganas de celebrar. Julián se despidió y se fue para su casa mientras yo partía para la mía. Mientras caminaba sentí una enorme tristeza pues al final no conseguimos la copa, pero con calma comencé a analizar lo sucedido aquella tarde. El equipo remontó un 3-0 casi imposible, incluso llegó a estar al frente en el marcador por varios minutos. Los jugadores nunca bajaron la guardia y siempre dieron el 100 por 100. “No debería estar triste. Debería sentirme orgulloso”, dije para mis adentros.

En aquel entonces se dibujó una sonrisa en mi rostro. Ese día Nacional me enseñó que también se quiere con las derrotas, pero no con cualquier derrota. Lo que el equipo demostró aquella tarde fue la mejor muestra de fútbol en muchos años. Tranquilo, continué mi camino hacia mi hogar, con la sonrisa sostenida y la frente en alto.

Gracias Verde te doy por las copas, pero en especial gracias por la muestra de fútbol que me regalaste esa tarde de diciembre. Ahora más que nunca lo digo y lo repito: soy del Verde, soy feliz.

miércoles, 16 de abril de 2014

Diarios de viaje - Isla Fuerte no! Fuerte isla!


Diarios de viaje.

Este proyecto es uno de esos que tenía en el tintero hace un buen tiempo. No sé que estaba esperando para realizarlo, de pronto algo de experiencia, supongo. Lo cierto es que tengo en la cabeza y el corazón tantas historias que no podía quedarme con ellas. Me decía a mí mismo: “esto lo tengo que escribir algún día”, y al parecer ese día llegó.

Diarios de viaje es una serie de historias en las cuales quiero plasmar parte de mi vida, mis amigos, y en especial, los sitios en los que he tenido la oportunidad de estar. Espero que como lectores vean a través de mis palabras lo que he podido ver con mis propios ojos. No se esperen un relato simplista o tradicional, haré todo mi esfuerzo para contar de la mejor y más amena manera lo que he experimentado al viajar. Las fotos que acompañan las historias son todas de mi autoría (todos los derechos reservados :P), y por supuesto, fueron tomadas mientras paseaba en cada uno de los sitios.

Recuerdo que en alguna ocasión utilicé el formato de entregar a los lectores una historia separada por capítulos, los cuales iba agregando poco a poco en el blog. Voy a utilizar ese mismo formato, por lo menos para esta primera historia. Vamos a ver cómo nos va!

Sin más preámbulos, introduzco mi primera historia, Isla Fuerte no! Fuerte isla!

***

Isla Fuerte no! Fuerte isla!

Capítulo 1: Isla Fuerte, destino paradisiaco

No recuerdo exactamente la fecha, bueno, en realidad y para ser sinceros, no creo que las fechas que incluya en este diario vayan a ser muy acertadas. Lo que sí recuerdo es a mi amigo Juan Fernando González hablando maravillas acerca de una tal Isla Fuerte. “Parce, eso es un paraíso: el mar, la comida, la brisa, en fin, todo!”, me decía. La verdad es que yo le creía cada palabra, pues además de predicar la belleza de la isla él predicaba,  pues no había vacaciones en las que no fuera a visitarla.

La curiosidad se me aumentó un poco más cuando Daniel Tobón,  un muy buen amigo, me comentó que había ido y que en efecto el sitio era bellísimo.  “Tengo que ir”, me dije a mí mismo, y sin más le propuse a Daniel la idea de aventurarnos a ir de camping por unos días. Sin dudarlo accedió.

La travesía se puso más interesante cuando una compañera del trabajo de aquel entonces, Clara Cadavid, me invitó a su finca que casualmente quedaba en una playa al frente de la isla y cerca de un pueblo llamado Broqueles. Lo particular del asunto, es que Clara me dibujó un mapa en un papel, no muy grande (tal vez de 10 cm x 10 cm) con unas referencias que para mí no eran tan claras como su nombre. Parte de la referencias era el nombre del dueño de la finca, que la verdad no recuerdo. Con todo, y lo poco seguro que estaba de la ubicación de la mencionada finca le confirmé entusiasmado que en efecto iría a visitarla. Hasta el sol del hoy creo firmemente que Clara no se esperaba que me apareciera.

Los preparativos fueron rápidos y sencillos. Ir a Isla Fuerte no tiene ciencia, en teoría. Daniel me dijo que debíamos tomar un bus hasta Lorica, que de allá buscábamos cómo llegar a Broqueles y luego se contrataba una lancha para pasar a la isla. Los tiquetes de bus los compramos para salir un miércoles en la noche, y regresar al lunes siguiente en horas de la tarde. Con tiquetes en manos, dos mochilas, la carpa y un par de colchonetas comenzamos entonces nuestra travesía.



Capítulo 2: comienzo de un viaje que prometía mucho

El viaje de ida fue ameno, ningún contratiempo ni retraso. Llegamos a Lorica temprano, tomamos algo y nos dimos a la tarea de buscar un transporte que nos llevara hasta Broqueles. “Sí, por supuesto señor. Mire, se pueden ir conmigo en mi carro”, nos sugirió un señor muy amable apuntando a su Jeep, modelo 70 y algo. Le entregamos la carpa y las colchonetas, las cuales amarró en la parrilla del carro junto con un sinfín de cajas y costales más.

Siempre he dicho que los colombianos somos ingenieros empíricos por naturaleza. El dueño del Jeep logró en unos minutos lo que no sería capaz de hacer ningún otro ingeniero extranjero: acomodó a 11 personas, entre ellas Daniel y yo, en un carro que está diseñado para 6, que además tenía encima algo así como 15 ítems, entre ellos colchonetas, costales, cajas, tarros y una carpa, y para acabar de ajustar todos los pasajeros íbamos increíblemente cómodos.



El viaje fue corto y ameno. Se chupó mucho polvo pero al fin llegamos a Broqueles. Allí nos sentamos un rato y decidimos desayunar antes de continuar. Tanto Daniel como yo pedimos la que en mi humilde opinión es la delicatesen más simple pero más gustosa de toda la costa colombiana: la arepa’e huevo. Es increíble cómo en una simple masa rellena con un huevo y recubierta por una fina capa de grasa pueda haber tanta gloria acumulada, tanto sabor comprimido. Si los dioses desayunan, seguro lo hacen con arepa’e huevo.

Mientras estábamos sentados comiendo, se nos acercó un personaje un tanto particular. Era un niño, negrito (aclaro, para mis lectores internacionales, que decir negrito en Colombia no es un insulto racista, por el contrario, es una forma cariñosa de llamar a una persona de raza negra), que nos propuso conversación acerca de temas varios. El problema con nuestro pequeño amigo es que yo no le entendía absolutamente nada, de hecho, Daniel era mi traductor – supongo que su capacidad para hablar elaboradamente, como buen abogado que es, también le ha ayudado a desarrollar habilidades para entender lenguas enredadas. En una de las tantas preguntas que nos lanzaba el niño logré discernir algo:

“Y que tu tines la pela?”
“Parcerito, que pena. No te entendí. Qué fue lo que dijiste?”, le contesté
“Ajá, que si tu tines la pela”, repitió mientras se tocaba la parte posterior de su cabeza haciendo el gesto de tener pelo largo.
“Qué, la pela? Hermanito, qué pena pero sigo sin entender”, le repliqué de nuevo.
“Parce, está preguntando que si tú tienes las perras”, me tradujo Daniel, cual si le estuvieran hablando en castellano puro. Resulta que ‘las perras’ son las colas de cabello que generalmente son largas. Según entiendo, ese apodo es común utilizarlo en algunas regiones de la costa.

Después de la aclaración, que por supuesto Daniel tuvo que traducir también, el negrito nos contacto con un par de ‘compadres’ que conocían el lugar. Con gran escepticismo les preguntamos acerca de la finca, indicando el nombre del dueño y mostrándoles el mapa. Para sorpresa nuestra los dos dijeron que en efecto conocían el sitio y que por supuesto nos podían llevar por un valor razonable.

“Ok, y dónde ponemos entonces nuestro equipaje?”, pregunté de manera inocente
“Presta yo te ayudo”, me respondió uno de ellos en tono costeño mientras agarraba una de las maletas. El otro, tomó la carpa y nos invitaron a tomar uno de los transportes más tradicionales de la costa colombiana: el mototaxi. El mototaxi, o la mototaxi (mis amigos costeños me corregirán) es una moto que hace las veces de taxi. Uno se monta, y lo llevan al sitio deseado cobrando una favorable suma de dinero. Las medidas de seguridad son mínimas, pero eso sí, la mayoría de las veces los mototaxistas son pilotos más diestros que cualquier competidor de GP.





El viaje, a pesar de la cantidad de equipaje, fue muy entretenido. Pasamos varias trochas, llegamos a una cerca donde uno de los señores mototaxistas se bajó, abrió una puerta y nos metimos a rodar junto a las vacas pastando. Luego, pasamos por en medio de unas casas y finalmente llegamos a una playa.

“Tienes que cruzar allí, te encuentras una tienda y luego preguntas allá de nuevo. Ellos te dirán donde queda la finca”, instruyó uno de los señores mientras el otro recibía el pago por tan ameno viaje.  “Mil gracias!”, respondimos agradecidos Daniel y yo.

Acto seguido, nos lanzamos a caminar rumbo al supuesto destino. Cruzamos una trocha y en efecto llegamos a una tienda. Preguntamos por la finca y no nos supieron explicar exactamente. Los dueños suponían que era una que quedaba cerca y nos indicaron como llegar. Al final no tuvimos más remedio que intentar esa opción.



Capítulo 3: recorriendo el vecindario

Cuando llegamos a la finca habían varias personas afuera preparando sancocho y tomando trago. En el balcón estaba una señora que cuando nos vio llegar preguntó: “necesitan a alguien?”. Yo tomé la vocería y respondí: “sí señora… qué pena la molestia pero yo quisiera saber si Clara se encuentra”. Mientras decía dichas palabras estaba alistando igualmente el discurso de disculpa por haber preguntado de manera equívoca por alguien que no estuviera en aquella finca. Pero para mi sorpresa no hubo necesidad de utilizarlo. La señora - que resultó ser la mamá de mi compañera - después de escuchar mi petición llamó a Clara. Ella salió y por supuesto lanzó un gesto de sorpresa pero también de mucha alegría.

La atención en la finca de Clara estuvo al nivel de un hotel cinco estrellas. La familia nos adoptó como un par de miembros más, nos invitaron a comer, nos ofrecieron trago a cantidades - que de manera muy cortés rechazamos pues estábamos cansados. Descargamos todo nuestro equipaje y nos integramos. Además de Clara y su familia, también estaban de paseo un par de amigos de ella. No recuerdo sus nombres tampoco (como cosa rara), lo que sí recuerdo es que eran artistas, exactamente, actores de teatro.

Daniel, Clara, el nuevo par de amigos y yo decidimos salir de caminada a un pueblo aledaño llamado Moñitos. El recorrido era hermoso. Pasamos siempre junto a la orilla de mar y nos detuvimos un par de veces para tomarnos algunas fotos. La brisa nos refrescaba, equilibrando de alguna manera el calor infernal que en realidad estaba haciendo. Llegamos a Moñitos y lo primero que hicimos fue buscar una tienda para comprar varias cervezas, o ‘frías’, como le dicen en la costa. 






Una auténtica tienda colombiana, sin importar su ubicación geográfica, debe tener siempre dos elementos fundamentales: el dueño de la tienda, obviamente, y un señor o señora que es el acompañante eterno del dueño. El dueño, o tendero, es el que atiende a la clientela, y su acompañante, como su nombre lo indica, es el que le brinda compañía constante además de prestar servicios varios - barrer de manera ocasional, ponerle conversa a la clientela, traer los nuevos chismes del barrio, entre otros. En este caso, ambos elementos estaban presentes pero además había un niño, pequeño y flaquito, que suponíamos era el hijo de alguno de ellos. El dueño de la tienda era un señor muy amable. Nos puso música y siempre estuvo pendiente de poner una cerveza más en la mesa cuando la ronda anterior se acabara. Mientras tanto, su acompañante, nos deleitaba contándonos historias de manera jocosa. Personalmente lo que más recuerdo es su rostro. Era imposible mirarlo y no recordar a aquel famoso actor Morgan Freeman. De hecho, creo que ninguno de nosotros le preguntó su verdadero nombre. Durante toda nuestra estadía en la tienda siempre lo llamamos Morgan.




El tiempo voló a pesar del calor. Antes de que se escondiera el sol decidimos volver a la finca. La brisa era un poco más fuerte y el mar se comenzaba a mover. No se nos pasó por la cabeza que nuestro viaje a Isla Fuerte estaría comprometido.

Capítulo 4: el viaje hasta la Isla

Para cuando llegamos de vuelta a la finca el sol casi estaba acostándose sobre el horizonte. Afuera, el resto de familia de Clara se amontonaba al lado de una fogata sin dejar a un lado el aguardiente. Uno de los tíos de Clara nos recibió con una noticia no tan alentadora para Daniel y para mí. Al parecer los vientos estaban fuertes y el mar estaba “picado”, en otras palabras, era demasiado peligroso pasar en lancha hasta Isla Fuerte. 

La decepción en ese entonces fue monumental. Después de haber montado en Jeep y en mototaxi, y haber comenzado semejante travesía, parecía que el viaje se nos iba a dañar por culpa del clima. Uno de los lancheros que estaba cerca nos explicó con más calma lo que estaba sucediendo. Nos aclaró que por esa época del año era normal que el mar estuviera así por algunos días. 

“Tranquilos, mañana en la mañana temprano miramos a ver cómo amanece el mar y yo mismo los puedo llevar”, nos dijo el lanchero en tono alentador.

Daniel y yo no tuvimos de otra que cruzar los dedos y esperar. La noche fue relativamente corta. Los tíos de Clara nos invitaron a tomarnos unos guaritos pero el cansancio no nos dejó. En vez de ello decidimos irnos a poner nuestras colchonetas y a acostarnos relativamente temprano, pasadas las 9 de la noche.

La verdad no recuerdo haber dormido tan bien en una colchoneta. Seguramente fue el cansancio. Al siguiente día me levanté primero yo y luego levanté a Daniel. Eran las 6 am. Salimos a buscar a aquel lanchero, lo encontramos y nos dijo que nos tocaría esperar un poco más, pero que por lo que pintaba podríamos estar viajando a la Isla un poco antes de las 10 am. El alma me volvió al cuerpo y me alegré bastante. Nuestra aventura continuaba!

Mientras llegaba la hora de partida nos unimos a Clara y el resto de su familia para el desayuno. De nuevo, nos atendieron como reyes. Nos hicieron arepita con huevo y no nos dejaron ayudar con la limpieza de los trastes. Personalmente, me sentía como un inútil, pero ellos insistían. Después de terminar de comer y empacar nuestras cosas nos despedimos de toda la familia, agradeciendo tan grata atención. Nos dirigimos a la lancha y partimos rumbo a Isla Fuerte.

La lancha tenía uno motor marca Yamaha de esos que van en la parte de atrás y que debe ser girado por una persona para darle dirección a la embarcación. La tripulación la componía el lanchero, encargado del motor, y un ayudante que iba adelante y que servía de “salvavidas” en caso tal que se presentara un accidente. Lo que no nunca se supo es que casi ocurre un accidente, pero de otro tipo, y el principal involucrado iba a ser yo. Y lo que sucede es que esa bendita lancha se movía tanto y mi estómago estaba tan lleno que estuve a un pelo de “botar la tapa”, o sea, vomitar. Para evitar semejante ridículo me tocó cerrar los ojos durante todo el viaje y concentrarme de una manera tal que ni siquiera la mejor clase de yoga podría superarlo. Lo peor de todo es que el trayecto duró unos 45 minutos en total. Por supuesto, para mí fueron una eternidad. 

Después de tanto aguante y siendo casi las 11 de la mañana del viernes por fin llegamos a Isla Fuerte. Quién diría que sólo estaríamos allí por dos noches.

Capítulo 5: conociendo la Isla

La primera imagen que tengo de Isla Fuerte es una chocita de una señora que resultó ser nuestra chef y además la dueña del pedazo de tierra donde pusimos nuestra carpa. Daniel, que ya había estado allí previamente, habló con ella acordando usar el mismo sitio que usó la vez anterior y, adicionalmente, negoció con ella el almuerzo que quedó en llevarnos una hora después. Mientras tanto, Daniel y yo precedimos a armar la carpa, que por cierto era diseñada para 6 personas, así que al final mi amigo y yo dormimos a nuestras anchas. Además de la carpa, también montamos nuestro propio tendedero de ropa y le pusimos seguridad a la entrada, usando un candado que llevé y que usamos en los cierres de lo que vendría siendo la puerta de la carpa. En conclusión, teníamos listo y armado nuestro bunker portátil. 




Con el sol caribeño sobre nuestros rostros y retorciéndonos un poco del hambre llegó la señora con un par de pescados fritos que, sorprendentemente, eran más grandes que los platos en los que estaban servidos. Además del plato principal, venía como acompañante la ensalada, un par de patacones y un limón para echarle al pescado. El banquete no pudo haber sido mejor.

Una vez terminamos de almorzar nos dimos el lujo de echarnos una siestica. Después de esto Daniel sugirió que fuéramos a darnos un baño en el mar. Y aquí, comenzaba el Cristo a padecer.

Cada cual se puso su respectiva pantaloneta y nos fuimos a la playa más cercana. Nos metimos un rato nadando sin hacer mucho revoltijo. En esas, comencé a sentir una picazón un poco incómoda en mis genitales y en la parte trasera.

“Marica, te están picando las güevas?” le pregunté a Daniel mientras me rascaba dentro de mi pantaloneta
“Parce, las pelotas y el culo. Que mar pa’ picar marica! Debe ser la arena,” respondió mientras se rascaba las dos partes que acababa de mencionar.
“Y por supuesto no avisás ni nada. Y cómo se supone que nos vamos a quitar esta arena?” 
“Salgamos y nos pegamos una ducha,” concluyó Daniel.

Después de su sugerencia sentí que estaba en un hotel. Lo cierto es que yo pretendía bañarme todos esos días con agua de mar, pues no tenía la más mínima idea de que hubiera una ducha cerca. Salimos entonces del mar, sin dejar de rascarnos tanto la nalga como los genitales. Aunque se veía un tanto gracioso nos hicimos los locos. Cuando llegamos a la ducha y Daniel se metió primero no pude aguantar la risa pues resulta que la cortina que había era tan transparente como un “babydoll”. Creo que no hubiera hecho mucha diferencia el no haber cerrado tan diminuta tela para bañarse. Una vez terminó Daniel procedí a bañarme yo, dejándome puesta la pantaloneta. Mis habilidades de exhibicionista no son tan desarrolladas como las de mi amigo.




Capítulo 6: nuestra primera noche

Una vez terminamos de ducharnos sentí una sed impresionante y sin pensarlo le pregunté a la primera persona que había cerca en donde podíamos conseguir agua potable. La persona en cuestión era una ancianita que estaba colgando su ropa al frente de la playa y en un tendero extendido sobre una porción de césped.

“Buenas señora, usted sabe dónde podemos conseguir agua potable?”
“Si claro, pueden tomar de esa que hay ahí”, respondió mientras señalaba un charco, algo profundo y en el cual flotaba una especie de moho o espuma.

En ese momento pensé dos cosas. Una, me estaba tomando del pelo, o dos, no conocía el significado de potable. Sin importar cuál de las dos eran y en un tono gracioso le respondí: “no, en serio. Dónde podemos conseguir agua para tomar?”

A lo cual respondió con una mirada amenazante y en tono de voz alto: “usted cree que estoy charlando muchachito? Si quiere tomar agua,  bien pueda saque de ese pozo!”

Dicho eso, di vuelta atrás y decidí aguantarme la sed. Le compartí a Daniel mi necesidad y entonces sugirió que fuéramos al centro de la isla, allá podíamos pasar el resto de la tarde y luego tomarnos unas cuantas cervezas en la noche.

El recorrido desde el lugar donde acampamos hasta el centro de la isla era muy interesante. Un sendero lleno de vegetación y el cual pasaba por varios sitios interesantes, uno de ellos el cementerio del pueblo. Aprovechamos para tomarnos un par de fotos antes de seguir nuestro camino. Recuerdo que cuando hicimos esto, todavía había una porción de sol en el horizonte y me imaginé qué tal se sentiría pasar por dicho cementerio en altas horas de la noche. Hasta miedoso debe ser, pensé.




En el centro de la isla todo era algarabía. Música a todo volumen, gente tomando, y algunos bailando. La cultura costeña en todo su esplendor nos invitaba a unirnos a ese paisaje multicolor. Nosotros estábamos en plan relajo y por tal motivo sólo optamos por sentarnos un rato a tomarnos unas cuantas cervezas y a revivir historias, y créanme, Daniel y yo estamos llenos de historias por contar.

Entre las muchas que contamos recuerdo en especial aquella de la fiesta en la casa de Sebastián Hoyos, un amigo del colegio donde estudié toda la vida. Lo que más recordamos Daniel y yo no fue propiamente la fiesta - o bueno, eso también, pero no creo que sea material para esta historia – sino lo sucedido el siguiente día en su casa. La noche anterior nos acostamos en el cuarto de su hermano, Luis Miguel. Dormimos los dos en un camarote, Daniel en la cama de abajo y yo en la de arriba.

Por aquellos días recuerdo que era común quedarme en casa de Daniel después de cada fiesta, o “farra”, como le decimos en Medellín. Cada vez que decidía pasar la noche allí era una lucha completa al siguiente día, pues Gilma, la mamá de Daniel, siempre nos levantaba alrededor de las 7 de la mañana con una arepita, quesito y chocolate, y esto no era muy bien recibido por parte nuestra, más aún cuando llegábamos pasadas las 4 de la mañana. Lo cierto es que a pesar de los alegatos con Gilma – que más que alegatos era una vaciladera completa, pues terminábamos muertos de la risa - es imposible negar que siempre he estado agradecido por sus atenciones y ella sabe muy bien que es una persona muy especial para mí.

Pero volviendo a la historia después de la fiesta donde Sebastián, al día siguiente Gilma no nos levantó con la típica arepita con quesito y chocolate. Ese día, nuestro despertador fue algo distinto.

“AAHHH JUEPUTA DANIEL, QUÉ ES ESTO?”, gritó Gilma de forma horrenda.

Daniel y yo nos despertamos inmediatamente. Sinceramente, pensé que Gilma había visto un fantasma o algo por el estilo. Una vez nos levantamos nos dimos cuenta que ella estaba dentro del cuarto de Luis Miguel, apuntando hacia el piso y tapándose el rostro de manera asquienta. Para nuestro asombro, lo que vio Gilma no fue ningún fantasma, de hecho, no fue ningún animal o bicho raro. Lo que en realidad vio fue uno de los tenis que tenía Daniel puesto la noche anterior. Resulta que en la borrachera Daniel pisó una mierda de perro sin darse cuenta. El pedazo era del tamaño de la suela del tenis, estaba llena de pasto y oliendo fétidamente. Nunca entendimos cómo pudimos dormir esa noche con semejante olor al lado.




Después de habernos transportado a Medellín con tan ameno recuerdo y muertos de la risa, volvimos nuestras mentes a Isla Fuerte y dándonos cuenta que ya eran pasadas las 10 pm. El tiempo voló sin darnos cuenta. Decidimos volver a la carpa pues sabíamos que el siguiente día nos aguardaba más aventuras.

Capítulo 7: recorriendo las atracciones turísticas

Nos despertamos rozando las 9 de la mañana. Hicimos locha un rato y en ese momento llegó la señora dueña del terreno a traernos el desayuno. Huevos y patacón componían el menú de aquella mañana soleada. 

“Muchachos, desayunen rápido y se bañan porque ahora vienen los guías a darles un recorrido por los sitios turísticos de la isla”. Guau, dije para mis adentros. Es que esta vaina es con guías incluidos y todo, pensé.

Acosé a Daniel para que se bañara primero pues ya conocía su historial de demora en la ducha. Para mi fortuna ese día se tomó un tiempo moderado. A continuación me bañé yo y salí para cambiarme, mientras Daniel terminaba de ponerse su ropa. Salimos afuera de la carpa para refrescarnos mientras llegaban nuestros guías.

Como buenos colombianos, había pasado ya una hora más de lo acordado y no aparecían los guías por ningún lado. En medio de la espera se acercaron un par de niños que tenían entre 7 y 8 años. Uno era flaquito y el otro gordito. El primero tomó palabra:

“Buenos días señores. ¿Vamos a hacer el recorrido ya?”
“¿Recorrido? ¿Cuál recorrido?”, contesté un tanto confundido.
“Sí, el recorrido por la Isla. Nosotros somos los guías turísticos!”, respondió el gordito mientras nos lanzaba una sonrisa de orgullo.

Después de semejante escena no quedó otra que reírme y acceder a comenzar el recorrido. Daniel siempre estuvo callado, pues ya conocía los servicios de tan exclusivos guías.

Tomé entonces mi riñonera, la cámara, cerramos la carpa, le pusimos llave y nos fuimos inmediatamente. Mientras comenzábamos a caminar los guías nos comentaron que íbamos a visitar los tres sitios turísticos más atractivos de la isla: el Árbol que Camina, la Cueva de Morgan,  y el Faro. Al escuchar tales atracciones mis expectativas no pudieron verse más elevadas. “Dios, un árbol que camina, la famosa Cueva de Morgan,  y un faro, siempre he querido ver un faro en la vida real”, pensé. Obviamente, mi rostro se iluminaba de alegría.

Para llegar a nuestro primer destino, el Árbol que Camina, no nos demoramos mucho. Llegamos a una zona en la cual había un montón de árboles separados unos de otros, no muy grandes pero lo suficiente para proporcionar una buena sombra.

“Miren, ese es el Árbol que Camina”, señaló el niño chiquito un árbol, que en mi muy humilde opinión no tenía nada de particular.

Pregunté por qué era conocido como el Árbol que Camina si no se le veían ningún tipo de pies, o patas, o algo por el estilo. Los guías nos explicaron que ese tipo de árboles tenían ramas que con el tiempo caían al piso y se sepultaban en la tierra, formando una especia de nuevas raíces. Por esa razón se decía que el árbol caminaba, pues a medida que sus ramas tocaban el piso, daban un paso más en la vida. Debo admitir que a pesar de lo simple que se veía el árbol la historia me gustó.

Cada uno se tomó una foto. Primero Daniel, luego yo, y por último le tomamos fotos a nuestros guías. Después de esto partimos a nuestro siguiente destino, la famosa Cueva de Morgan.





Caminamos un rato, sudando bastante pues el calor se elevaba con el sol del mediodía. Los guías nos alertaban de manera tenebrosa que ya estábamos llegando a nuestro destino.

“Esa es la Cueva de Morgan, si quieren pueden entrar ustedes. Nosotros los esperamos afuera”, dijo el niño flaquito - al parecer el gordito era simplemente su acompañante.

La tal Cueva de Morgan, era en efecto una cueva, oscura en su profundidad y con la impresión de que aquel que entrara no salía, o lo hacía picado por algún bicho extraño. Como dato curioso tengo que agregar que cuando volví a Medellín indagué y encontré que la original Cueva de Morgan está ubicada en San Andrés, por supuesto, lo que nos vendieron en la isla era una vil copia.

Daniel y yo nos miramos el uno al otro. “¿Entramos?”, me preguntó en tono dubitativo. “Ni por el putas!”, le contesté terminante. Tomamos una foto de recuerdo, sin posar ninguno de nosotros y partimos a nuestro último destino.




Lo que digo del faro es cierto. Siempre he querido conocer uno. Y digo “he querido” pues hasta ahora no lo he logrado. Aquel día aquellos niños nos llevaron hasta lo que parecía ser una torre gigante de recepción de señales para teléfonos móviles. Por supuesto, no fue necesario que nos aclararan que aquel adefesio era el famoso “Faro”. Lo que más particular me pareció es que de todas las “atracciones turísticas” esta era la que más turistas tenía. “¿Es que esta gente no ha visto una antena de estas antes? ¿Por qué tanta algarabía por algo tan simple?”, le pregunté a Daniel decepcionado. Supongo que lo que atraía realmente era el hecho de que cualquier persona se podía trepar y tomarse fotos.

“Vamos a almorzar”, le dije a nuestros guías y a Daniel
“Tómale pues la foto”, demandó Daniel esperando a que hiciera lo indicado antes de irnos.
“Daniel, ¿qué le voy a tomar fotos a una puta antena de teléfonos? En Medellín tenemos bastantes, en estos días te llevo a alguna. Incluso, te dejo tomar las fotos a vos”, respondí en tono sarcástico mientras lideraba el retorno a nuestra carpa.


Continuará...