Hay hinchas que dan
todo por su equipo. Hay quienes regalan su piel para un tatuaje. Hay quienes entregan
su tiempo y dinero para estar siempre presente alentando. Hay quienes regalan
una canción o un cántico nuevo.
Hoy no voy a dármelas
de gran hincha de fútbol. No, yo no soy de esos que describo arriba. Yo sufro,
grito, y aliento, pero también me olvido a veces. Esta lejanía en especial, me
ha obligado a estar un poco desconectado del equipo que siempre he querido
desde chico, Atlético Nacional.
Hoy, cual hijo pródigo,
admito que quiero volver a ser ese hincha fervoroso que fui alguna vez. Ese que
iba al Atanasio cada que jugaba el verde. Ese que no se perdía un encuentro y
se sabía de memoria la titular del equipo.
Pero a diferencia de
ese hijo pródigo que todos conocemos yo no quiero volver con las manos vacías.
Yo en cambio, mi querido Atlético Nacional, vengo con un regalo producto de
algo que me gusta hacer: escribir. Hoy no traigo poemas de amor, hoy mi
presente es un cuento. Un cuento basado en hechos reales y que quiero regalarte
producto del cariño que todavía te tengo.
Para vos, Verde el
alma, un Cuento Verdolaga.
***
Creo que estamos de acuerdo en afirmar que a
nadie le gusta perder, y menos en el fútbol. Si entrevistás a un jugador
cualquiera nunca te va a admitir que quiere perder (aunque casos se han visto).
La victoria fortalece, energiza, brinda esperanza, pero más que todo, te da
alegría.
Los hinchas del Verde tenemos un gran problema –
o una gran ventaja, depende cómo lo querás ver – y es que siempre hemos estado
enseñados a ganar. Como dice Sebastián Estrada, un parcero que veo poco pero
que me cae re-bien, nunca perdemos “nuestra sana costumbre de andar celebrando”.
Digo que eso es un problema porque uno se mal acostumbra. No quiero sonar
pedante pero Nacional es uno de esos equipos que gana constantemente alguna
copa. El tiempo de espera entre un trofeo y otro no se extiende a muchos años, como
sí lo es para otros equipos que no quiero mencionar.
La historia que vengo a contarles el día de hoy
no habla precisamente de victorias, pero sí de Atlético Nacional. Para ser
específicos, les voy a compartir cómo ese equipo que seguimos, el equipo del
pueblo, me enseñó que con la derrota también se quiere, incluso, se quiere
mucho más.
Todo se remonta a un 19 de diciembre del 2004.
Cuatro días atrás habíamos visto cómo el equipo había sido derrotado por el
Atlético Junior en su casa en Barranquilla. Ese fatídico 3-0 en el partido de
ida nos apagó la alegría a muchos. Las que nunca se apagaron fueron las
esperanzas.
Por aquellos días solía frecuentar el estadio
con mi amigo “El Mono”, Julián Herrera, más bien conocido por muchos como Herrera.
Él sí es un hincha de esos fervorosos, que siempre ha estado ahí pa’ apoyar al
equipo.
La fiesta comenzó temprano para nosotros.
Medellín se vestía de verde por doquier. Se veían banderas exhibidas en los
balcones. Los vendedores ambulantes hacían, literalmente, su diciembre con los
productos verdolagas. El gorro, la camiseta, la bandera, era imposible no
sentir que estabas en Medellín y a vísperas de una final del torneo nacional
colombiano. Nosotros no éramos la excepción y por supuesto vestíamos con
orgullo la camiseta del verde. Yo, la segunda de color negro, y Julián, la
tradicional de rayas verdes.
Comimos chuzo de esos que dicen son de rata.
Confieso que si la rata sabe así de bueno, pues entonces soy ratívoro. Nos
tomamos suficientes cervezas para subir
los ánimos sin llegar al punto en el cual se evidenciara nuestra embriaguez.
Por supuesto, teníamos temor a que no nos dejaran entrar al estadio por ese
motivo.
Ingresamos 2 horas y media antes del partido
con el fin de escoger un buen puesto. Nuestros asientos estaban ubicados en la
que hasta ahora ha sido una de las mejores tribunas en las que he estado en el
mundo. La sur del Atanasio. El ambiente es inconfundible. Sabés que no conocés
a nadie pero a pesar de ello sentís esa hermandad con los que están a tu
alrededor. Ese es el verdadero poder que tiene una camiseta de fútbol.
La espera se hizo eterna. La gente iba llegando
poco a poco. Los trapos y carteles eran montados adornando el estadio. Los
vendedores ambulantes comenzaban sus rondas. Cada vez que entraba una niña
linda a la tribuna se dejaba oír el cántico “hueeeeevoooo, hueeeeevooo” en la
muchedumbre. “Esto sí es ambiente”, me decía para mis adentros.
Poco antes que llegara la hora cero se comenzó
a sentir un bombo en el fondo. El retumbar estruendoso anunciaba la llegada de
los estandartes de la barra más grande que tiene Colombia. Los Del Sur, se
hacen llamar. El cántico que iniciaban unos pocos se contagiaba más rápido que
cualquier virus mortal. En tan solo unos segundos, casi medio estadio, y no
sólo La Sur, estaba cantando aquel famoso “Veeeeeerdeeeee, veeeeerdeeeee”. La
esperanza se respiraba en el ambiente.
Llegó el tan esperado momento y sonó el pitazo
inicial. A nuestro lado, un señor con su “lorito” dejaba escuchar los gritos
ensordecedores del Paisita que aturdían a todos sus oyentes a tan solo un
minuto de haber comenzado el juego. Alrededor todo era una concentración
absoluta. Eso sí, los cánticos de la Sur nunca cesaban.
El tiempo volaba y sin pensar llegó el minuto
18. El venezolano Rojas tomó una pelota por la izquierda y lanzó un pase al costado
derecho para Edixon Perea que entre medio de dos defensas se levantó, cabeceó e
insertó el primer gol en la portería del arquero del Junior. Abracé a Julián y
gritamos de alegría mientras la algarabía se triplicaba en la Sur.
“… Vamos Nacional, queremos la copaaaa, la
hinchada está reloca por vos y no puede paraaaaaar!”, era el cántico que sonaba
en el fondo. La piel se me erizaba y el corazón se me aceleraba. No pasaron más
de cinco minutos y el venezolano Rojas, otra vez, tomó un balón por la banda
izquierda después de un toque de Edixon y lo lanzó al área de candela para que Aquivaldo
Mosquera cabeceara y así marcar el 2-0. En la Sur todo se volvió una locura con
ese gol. Julián y yo nos abrazamos de nuevo. Sabíamos que no éramos hermanos de
sangre pero ese día el fútbol nos hacía hermanos de corazón.
Después del gol reinó una calma relativa. Los
minutos pasaron hasta el 38, donde el equipo barranquillero anotó su primer gol
de la tarde después de un par de pases en un tiro libre. El estadio se
enmudeció. Los cánticos se detuvieron por un momento y sentimos que volvió de
nuevo esa angustia que sentimos con el 3-0 en la ida. “A VER PUES HIJUEPUTAS,
PARA QUÉ LOS TRAJE. A CANTAR!”, gritó alguien en Sur alta, a la vez que
comenzaba a sonar otro cántico más: “Vamoooos, vamooos mi verdeeee, que esta
nocheeeeee, tenemos que ganaaaar”. Las voces se replicaban, la energía volvía,
era imposible no cantar al unísono de la muchedumbre. Por supuesto uní mi voz
al clamor del pueblo.
El apoyo de la hinchada nunca cesó. Se acabaron
los primeros 45 con el marcador parcial 2-1 y un global de 4-2 que tenía a
muchos con la cara larga. El medio tiempo de un partido por lo general pasa
lento cuando la angustia es grande, pero creo que ese día esos 15 minutos parecieron
un medio tiempo entero.
El equipo entró de nuevo y la hinchada lo
recibió de nuevo también. Serpentinas y cánticos fueron el elemento principal
para recibirlo. El “toque, toque” no se dejó esperar. Si algo no se puede negar
esa tarde es que los jugadores querían ganar. Producto de tanta presión llegó
un tiro de esquina en el minuto 13. Después de que Zúñiga enviara la pelota al
centro apareció de nuevo Aquivaldo para empalmar de cabezazo el tercero. Julián
y yo nos abrazamos y celebramos de nuevo. Mientras gritábamos el gol veíamos a
un niño de aproximadamente 10 años que estaba junto a nosotros y que también
brincaba de alegría. Nos pareció algo particular pues al parecer estaba solo.
Recuerdo que a Aquivaldo le decían por molestar
“Aguinaldo”. Pues lo cierto, es que ese diciembre nos estaba dando el aguinaldo
de navidad a todos los hinchas del Verde. 3-1 el parcial y 4-3 el global. Con 35
minutos de juego por delante, la esperanza se convertía en realidad.
No pasaron más de 5 minutos y el Verde tuvo un
tiro de esquina cobrado por Rojas. Después de un par de rebotes y un tiro al
arco que rechazó el arquero del Junior, Carlos Díaz agarró el balón y le pegó
de larga distancia. El balón se fue rápido y entró en la red. “Jueputa gol,
jueputa gol”, grité. La locura era total. Ahora no éramos sólo Julián y yo
quienes nos abrazábamos para celebrar. Era toda la Sur. Aquel niño que vimos
celebrando solo en el tercer gol, con lágrimas en sus ojos y lleno de gozo, nos
abrazó cual si fuéramos sus papás. Julián y yo lo agarramos y juntos gritábamos
palabras de júbilo. Por supuesto, nunca supimos del niño aquel.
Atlético Nacional tenía un objetivo ese día: no
dejarnos respirar. No habían pasado más de 2 minutos después del último gol,
todos estábamos terminando de celebrar y de repente vimos que el balón se alzó
desde el medio del campo para que un jugador en el fondo cabeceara en medio de
los defensas y el arquero del Junior. El Chicho fue el que hizo el pase, y Héctor
Hurtado fue el artífice de tal sutileza que nos ponía a celebrar de nuevo a
todo el. 4-5 el global a favor del Verde. En ese momento agradecí a Dios, no sólo
por la victoria parcial sino por haberme permitido presenciar semejante
partidazo. Debo admitir que como el niño aquel de 10 años, ya tenía lágrimas de
alegría en mi rostro.
Después del gol todo el estadio era uno solo.
Los del Sur lideraban y todos los asistentes seguían los cánticos. Todos los
hinchas del Verde en el estadio relucían una sonrisa de esquina a esquina. Los minutos
corrían poco a poco y se acercaba el pitazo final, sin embargo, llegando el
minuto 43 el estadio se silenció de nuevo con un gol del Junior. “No, penaltis
no por favor”, dije en voz alta mientras me comía las uñas del nerviosismo. Es
cierto que llegar a los penales era el objetivo inicial, pero después de ir
ganando, recibir un gol a estas alturas era algo que el corazón ya no podía
soportar. Nada pudimos hacer. El global ya estaba en 5-5 y lo único que se
venía era la definición desde el punto penal.
Creo que lo que menos recuerdo de esa noche fue
la definición a los 12 pasos. Lo único que recuerdo es que Juan Carlos Ramírez
falló el cuarto penal y que después de que el “Nene” Mackenzie anotara el
quinto quedamos a manos de Milton Patiño. Todos mirábamos con extremo
nerviosismo el arco. Cruzábamos los dedos para que el jugador del Junior se lo
comiera. Al fin de cuentas, eso no pasó. El Junior anotó y se cerró la serie de
penales. El equipo barranquillero se convertía en el campeón del torneo
Finalización Colombiano.
Las lágrimas ahora no eran de emoción sino de
tristeza. Aquel niño de 10 años lloraba sin consuelo cual si le hubiera acabado
de robar su traído después del 24. Nosotros lo abrazábamos y le decíamos que
vendrían muchas más victorias. Y lo decíamos en serio. Sabíamos que el Verde
daba para más.
Salimos del estadio de manera inmediata. No
habían ganas de celebrar. Julián se despidió y se fue para su casa mientras yo
partía para la mía. Mientras caminaba sentí una enorme tristeza pues al final
no conseguimos la copa, pero con calma comencé a analizar lo sucedido aquella
tarde. El equipo remontó un 3-0 casi imposible, incluso llegó a estar al frente
en el marcador por varios minutos. Los jugadores nunca bajaron la guardia y
siempre dieron el 100 por 100. “No debería estar triste. Debería sentirme
orgulloso”, dije para mis adentros.
En aquel entonces se dibujó una sonrisa en mi
rostro. Ese día Nacional me enseñó que también se quiere con las derrotas, pero
no con cualquier derrota. Lo que el equipo demostró aquella tarde fue la mejor
muestra de fútbol en muchos años. Tranquilo, continué mi camino hacia mi hogar,
con la sonrisa sostenida y la frente en alto.
Gracias Verde te doy por las copas, pero en
especial gracias por la muestra de fútbol que me regalaste esa tarde de diciembre.
Ahora más que nunca lo digo y lo repito: soy del Verde, soy feliz.