Yo
Los que no me conocían me llamaban por mi nombre, Sebastián Ochoa. Mis amigos me apodaban Ochoa y las mujeres con las que alguna vez salí me describían como un perro. No entiendo por qué. Una prima mía definía a un hombre perro como aquel que tiene novia y se acuesta con otras mujeres. Si me preguntaban, yo no tenía novia, luego, por ley de transición, no era perro.
Era un ser humano cualquiera. Trabajaba, vivía solo, jugaba al fútbol. Como todo el mundo, acostumbraba a quejarme de mi trabajo, porque como todo el mundo sólo lo tenía por amor al preciado metal. Y es que tristemente hay que decir que en la vida todo se consigue con el dinero. Todo, sin excepción.
Antes de que todo sucediera no hablaba mucho con mi familia, sabía dónde vivían y sabía que se encontraban bien. Por ahí dicen que las noticias malas son las primeras en llegar, así que por eso lo sabía. Con mis amigos salía cada vez que ellos me invitaban, no acostumbraba a organizar salidas ni mucho menos a convocar gente para algún evento especial. El ser humano, y en especial el colombiano, tiene por deporte ignorar las invitaciones ajenas, o en ocasiones, pasarlas por alto. En más de una ocasión se me habían echado para atrás personas las cuales originalmente fueron las que me invitaron a algún tipo de plan. En realidad, eso era pan de cada día.
No creía en Dios, de hecho, sigo sin creer en él pues no lo he visto. Primero, porque pensaba que eso de “no creer en Dios” estaba de moda, segundo, porque creía que creer en Dios era una perdedera de tiempo. El hombre siempre necesita excusas para justificar sus cagadas, y al parecer una de ellas es la existencia de un Dios. A pesar de esto, respetaba a quienes creían en él, cada quien es libre de derrochar su tiempo como se le venga en gana.
No me importaban las personas. No me metía con nadie. El concepto de semejante era desconocido. La palabra altruismo sólo la escuchaba en el Chavo del Ocho, sin importarme siquiera su real significado.
Si morían personas por causa del hambre, no era problema mío, era problema de la selección natural – gracias por esa Darwin!
Si los políticos se seguían robando el dinero de mis impuestos, no era problema mío. Bueno, técnicamente sí, pero eso era una causa perdida.
Si un niño no podía formarse porque no existía un sistema que le ofreciera educación, no era problema mío, era problema del gobierno. Sí ya sé que el gobierno lo elige el pueblo y se supone que era parte de uno, pero todos sabemos que un miserable voto no hace la diferencia.
Si había un loco en Estados Unidos que mataba a tiros a un montón de gente, no era problema mío, era problema del gobierno de Estados Unidos y de los que votaban allá por ese gobierno.
En conclusión, mi filosofía de vida era simple: “hagan lo que quieran, no es problema mío, es problema de alguien más”.
El accidente
Era una tarde lluviosa, como ya se acostumbraba en la ciudad de Medellín. El día en el calendario marcaba 22 o 23, no lo recuerdo exactamente. Eso sí, estoy seguro que era Marzo. Puto mes.
Por esa época, Medellín sufría de una trombosis vehicular. La circulación era imposible en toda la ciudad. Salí de mi trabajo y me disponía a cruzar la avenida Las Vegas. Había un taco impresionante y lo único que se me ocurrió hacer en dicho momento fue pasar entre los vehículos y no por la cebra peatonal al lado del semáforo. La vía contaba con tres carriles de vehículos, pasé detrás del primer vehículo e inmediatamente miré con precaución si venía una moto por el espacio que se hacía entre el primer y segundo carril. El segundo espacio también lo pasé apresuradamente, pero cuando ya estaba detrás de un bus en el tercer carril me di cuenta que el bolsillo trasero de mi pantalón se sentía liviano. Volteé inmediatamente y descubrí que mi billetera estaba justo en medio del espacio que se hacía entre los carros, justo encima de una línea pintada en el asfalto, de esas que son resbalosas y peligrosas cuando está lloviendo. Regresé a recogerla y cuando miré a mi izquierda, en sentido contrario al de la vía ya la moto estaba sobre mi.
Toda mi vida me burlé de quienes tenían muertes pendejas. De hecho, mi programa favorito por aquellos días era 1000 Maneras de Morir. Siempre decía que San Pedro no dejaría pasar al reino de los cielos a ninguno que hubiera muerto de manera estúpida. Ese, sin embargo, no fue mi karma.
La oscuridad
Lo último que recuerdo justo después de recoger mi billetera es que vi algo brillante en mi rostro. Al parecer era la farola de la moto. Después todo fue un ‘flash’ tras otro. Oí algunos gritos. Luego silencio. Luego personas hablando. Silencio de nuevo. A continuación, sentí un dolor indescriptible que me chuzaba el cerebro. Después de un momento, tal vez el más largo en toda mi existencia todo fue oscuridad.
Como si fuera cliché también me cuestioné a mí mismo si en efecto estaba muerto. Si al día de hoy alguien pudiera preguntarme qué era lo que sentía en ese momento no sabría como responderle. Lo único que puedo aseverar es que había una completa y prolongada oscuridad.
El Juicio
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que todo se puso blanco. Si alguna vez se vieron la película The Matrix saben a qué me refiero. En ese entonces salieron siete hombres. Cada uno de ellos tenía una bata que los cubría su rostro, cual si fueran parcas. La bata de cada uno tenía distintos diseños. Rombos, círculos, triángulos. Al parecer la matemática tenía su participación en el otro mundo. Comenzaron a hablar en mi idioma, español, lo cual me pareció muy particular. Si alguna vez me imaginé que hubiera otro mundo nunca se me pasó por la mente que hablaran un idioma en especial y mucho menos mi lengua materna.
“Levántate” dijo uno de ellos. La verdad no entendí a que se refería pues yo no sentía que estuviera sentado o acostado, simplemente me encontraba en un estado de trance.
Quería hablar pero no podía. “Sólo puedes hablar cuando nosotros te lo indiquemos”. Ok, entendido, me dije para mis adentros.
“¿Qué es lo que más temes, Sebastián?” Preguntó, el señor del extremo derecho.
Lo único que se pasó por mi mente en aquel instante fue… “la soledad”. Sin darme cuenta modulé aquellas dos palabras. Al parecer ya había sido concedido con el don de hablar. La vida es irónica, no me preocupé nunca por las personas que me rodeaban y sólo hasta ese momento me di cuenta que siempre tuve alguien junto a mi. Un amigo, un compañero de trabajo, una de mis “amiguitas”. Muy en el fondo de mí le temía a algo que nunca pude experimentar: la soledad.
“Perfecto. Con todo aclarado debemos dar comienzo al juicio. La mecánica es muy sencilla: cada uno de nosotros se presentará, te hará una sola pregunta y tú deberás responderla como te plazca. Luego, con base en dicha pregunta daremos un voto a favor o en contra tuya, y listo. Supongo que al final sabrás que sucede si la mayoría te favorecemos o no.”
Intenté preguntar cuál sería el castigo o premio, pues era obvio que no tenía la más mínima idea, sin embargo, me fue imposible modular palabra alguna. Al parecer ya no tenía el dichoso don del habla.
A continuación, la palabra la tomó el juez del extremo izquierdo. “Mi nombre es Alicia, soy el juez de la verdad” En ese instante recordé que ese nombre significaba algo en griego. Alicia significa verdad. Tenía sentido entonces. “Sebastián, cuántas veces mentiste con intención de herir a alguien?”
En ese instante me quedé sin respuesta alguna. A mi mente se venían tantas memorias que no podía incluso contabilizarlas. A pesar de saber que en ese momento ya podía responder no lo hice. Acto seguido, se dibujó una línea vertical en algo parecido a una pizarra que estaba en un costado del espacio. Sinceramente, no sé cuando apareció. Digo el espacio pues no sé de qué otra forma se pueda describir a ese eterno blanco en el que me encontraba.
Luego vino la introducción del siguiente juez, el segundo de izquierda a derecha. “Mi nombre es Epimoni,” dijo, “y soy el juez de la perseverancia. ” En ese instante no supe qué significaba su nombre, debo suponer que algo en griego. “Sebastián, qué tanto luchaste por tus sueños?”
Perseverancia. Palabra desconocida en mi diccionario. Siempre soñé con ir a Nueva York, montar en una moto a 240 kilómetros por hora e ir a un concierto de The Offspring. Eran simples pendejadas pero eran mis pendejadas. Lo cierto es que no hice nada para cumplirlas. Temía viajar, me daba pena hablar inglés y nunca tuve la moto porque siempre había un excusa: el dinero, tener que aprender a manejarla o el típico ‘hay cosas más inmediatas o útiles.’
“Nada” respondí. De nuevo se dibujó otra línea en el tablerito. Al parecer los votos en contra eran marcados de esta forma. A esas alturas no sabía si alcanzaría a conocer cómo se dibujaban los votos a favor.
“Mi nombre es Sebasmós, y soy el juez del respeto” Dijo el tercer juez, que interrumpió mis pensamientos. “Sebastián, respetaste a tus semejantes?”
Otra vez no supe qué responder. La definición de respeto según las religiones difiere entre una y otra. Técnicamente, nunca irrespeté a nadie. Como lo dije previamente cada quien es libre de derrochar su tiempo como se le venga en gana. “Sí” contesté. Un círculo se dibujó en el pizarrón. En ese instante pensé que la vida está llena de cosas inexplicables. Siempre en la universidad exigían respuestas complicadas para problemas aún más complicados y en cambio, ahí estaba yo, enfrente de quienes parecían mis inquisidores, y aparentemente con un simple ‘si’ me gané mi primer voto a favor.
Sin perder tiempo llegó la presentación del cuarto juez. “Mi nombre es Katadiki, y soy el juez de la convicción”. Luego vino la tan esperada pregunta: “Sebastián, qué tan convencido eras de tus propias ideas?”
“Mucho” Contesté sin pensar. Lo cierto es que todo lo que describí de mí mismo en un comienzo tiene su razón de ser. Yo tenía claras mis convicciones. El segundo círculo se dibujó y concluí entonces que para mí esta pregunta fue sencilla.
A continuación se presentó el último juez. Este fue el que al principio me preguntó por mi mayor temor y que además me explicó la dinámica de todo eso que estaba viviendo. “Mi nombre es Flelilia, y soy el juez del altruismo” Entonces, se vino a mi mente aquel capítulo del Chavo del Ocho en el cual explicaban qué era una persona altruista. Intenté reírme pero era imposible.
Algo extraño ocurrió en ese instante. Mi mente se puso en blanco. No, para ser exactos, todo se puso en blanco. Entonces comencé a escuchar de nuevo algunas voces. Al parecer estaba volviendo a sentir lo mismo que sentí inmediatamente después del accidente. Las voces eran de dos hombres.
“Pero doctor, debemos hacer algo por este joven, sino, quedará en este estado por siempre” Dijo una de las voces.
“Es cierto y en efecto el procedimiento que te estoy describiendo podría tener efectos muy positivos. De hecho, estoy seguro que podríamos regresarlo” Respondió la otra voz, “sin embargo, no creo que el hospital cubra los gastos”
La primera voz le reclamó con aire de desesperación. “Doctor, nosotros debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para salvar la vida de una persona. Todos sabemos que esos procedimientos son caros, pero debemos arriesgarnos primero, y luego veremos cómo se cubren los gastos!”
Y entonces, el doctor, aquel que era la segunda voz respondió con aire despectivo, y con una frase que era conocida para mí. “Lo siento enfermera pero esto se sale de mis manos, no es problema mío, es problema del hospital o de su familia por no tener dinero”.
Las voces se apagaron. Sin pensarlo estaba al frente de los cinco jueces de nuevo. No había terminado de asimilar lo que había dicho el doctor, cuando el último juez cerró con broche de otro preguntando: “Sebastián, aún crees que vas a ganar este juicio?”
Agaché la mirada. No fue necesario ver el pizarrón para saber que la tercera línea se había dibujado. Todo se volvió de nuevo oscuridad y entendí que la soledad, aquello a lo que más temía, iba a ser mi infierno.