Andrés Cortés sabía que ese era el día. Distraído desde chico, cada vez que su mamá lo mandaba a comprar algo al súper volvía de inmediato a los cinco minutos pues se había dado cuenta que no había prestado atención suficiente a las indicaciones maternas. Flaco, despeinado, de mirada perdida, con cara de aparentar 32 a pesar de sus apenas cumplidos 27 años. Vestido con su tradicional traje de corbata y saco, sus zapatos bien lustrados para denotar esa limpieza externa que nunca o muy pocas veces acompaña la interna.
Despacio, con relativa calma en sus ojos, entró al baño de hombres del decimoquinto piso del edificio Lincoln. Construído hace ya tres décadas, importante lugar donde está establecida una de las mejores marcas de tecnología reconocida a nivel mundial. Su extensión de casi 10 manzanas completas y sus treinta pisos de altura refuerzan día a día el pensar de la gente común de que tanto la edificación como la misma compañía son un imperio completo.
El baño no podía ser menos que el mismo Lincoln. Comparable sólo con los baños de un aeropuerto internacional, de aproximadamente 10 metros de largo, a un lado los orinales y los sanitarios y al otro los lavabos ubicados bajo un espejo que se extendía de punta a punta.
Esta vez el sitio estaba complemente sólo. Y con razón. Siendo las 7:15 PM del viernes, y a pesar de las duras y extensas jornadas laborales, a esta hora era poco probable encontrar a algún compañero merodeando. Todos ya estaban en su propio cuento, sea descansando en casa o preparándose para disfrutar de la vida nocturna que ofrece la ciudad.
Andrés abrió la llave de uno de los lavamanos ubicado al costado izquierdo del recinto, cerca a la puerta por la que hace sólo un segundo había entrado. Juntó sus manos para acumular una buena cantidad de agua que lanzó en su cara. Lo hizo un par de veces más. Luego, apoyando ambas extremidades en el lavabo, comenzó a mirar fijamente sus ojos en el espejo, preguntándose de todo. Cómo sería el día siguiente? ¿Qué le diría mañana su madre, respecto a la decisión que tomó? ¿Quién asumirá las responsabilidades que dejará atrás? ¿El dinero es indispensable en el lugar a donde se dirige?
El tiempo volaba, y se seguía mirando. Pasaron tal vez minutos, horas y ni cuenta se dio. Total, ser distraído era parte de su forma de ser. En uno de esos instantes, escuchó la puerta del baño abrirse y a través del espejo miró de reojo una figura alta, fornida y vestida totalmente de negro, que entró caminando lentamente rumbo a uno de los orinales. Era tal el grado de ensimismamiento de Andrés, que nunca le vio la cara al hombre. Y pensó que era hombre, pues simplemente una mujer no tendría tal porte ni usaría traje negro.
“¿Qué tal el día?”. Preguntó el misterioso hombre mientras bajaba la cremallera de su pantalón para disponerse a orinar. “Nada nuevo, nada interesante”. Contestó Andrés sin dejar de mirarse a los ojos.
“Para mi todos los días tienen algo nuevo, conozco nuevas personas y lugares. El problema es que siempre sé qué va a ocurrir con ellos, bueno casi siempre. Es como leer el guión y luego ver la película.”
“Para mi todos los días son iguales,” dijo Andrés con cierto desprecio en su voz. “Estoy en el mismo lugar, veo a la misma gente todo el tiempo, tengo los mismos problemas. Es como ver repetidamente la peor película una y otra vez.”
“Relajado amigo, todo tiene solución. Has pensado en renunciar?” Sugirió el extraño hombre mientras levantaba su cabeza, mirando el cielorraso y sin terminar de orinar.
“Créeme, es una de las opciones que están en mi cabeza ahora mismo.” En esta ocasión, despegó la mirada de sus propios ojos para intentar ver la cara del desconocido. El otro seguía en lo suyo, dando la espalda, así que Andrés volvió a enfocarse de nuevo a sí mismo.
“Hoy en la mañana me tocó conocer un tipo particular,” Dijo el hombre de negro, queriendo cambiar de tema. “Imagínate que le decían El Pucheros, casi que no lo ubico. Ese es uno de los problemas con los cuales me enfrento más a menudo. Como la única información que se me facilitan es el apodo y la ciudad de la persona entonces no siempre es fácil dar con el indicado.”
“Pero… eso es una labor imposible. Lo digo porque existen personas que no tienen apodo. Yo por ejemplo.” Replicó Andrés, al mismo tiempo que recordaba aquel odioso apodo. Otro Mundo, le solían decir sus amiguitos en el colegio porque literalmente vivía en otra parte.
“No lo creas. Todo el mundo tiene un apodo. Lo que sucede es que no todos lo conocen o a veces es tan fastidioso que no te gusta que lo mencionen. Sin embargo, debo admitir que he cometido errores. Una que otra confusión.”
Confusión. Al escuchar Andrés tal palabra volvió a retomar en mente todo ese mar de cuestiones y mientras lo hacía, bajó la cabeza. Sin dejar de apoyar las manos en el lavabo, cerró sus ojos y comenzó a imaginarse el momento aquel.
Al otro lado del baño, el extraño terminaba sus necesidades. Subía su cremallera de nuevo, oprimía el botón para vaciar el orinal y se disponía a salir del sitio sin antes lavar sus manos.
Todavía con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia abajo, en medio de una concentración inmensa Andrés escuchó levemente que aquel extraño hombre le hablaba. “Suerte, tengo que seguir buscando un tal Otro Mundo.”
Levantando la cabeza y abriendo los ojos, miró hacia atrás y se dio cuenta que ya no había nadie. Por un momento le pareció escuchar que el extraño hombre mencionó el apodo que por años trató de olvidar. No!! recuerda que eres distraído, todos los días te pasan cosas de esas. Es imposible que un desconocido sepa cómo te decían cuando estabas chico.
Sin dar mayor espera, Andrés sacudió sus manos y se dirigió al aparato dispensador de papel. Lo giró dos veces y sacó dos hojas. A medida que se secaba el rostro y las manos, dejó a un lado todo su mundo para pensar en aquel extraño hombre. Lo primero particular que recordó es que nunca pudo mirarle el rostro. Lo segundo, es que nunca supo qué hacía, pues hablaba de ubicar gente por medio del apodo y la ciudad, pero no mencionó cuál era el tipo de negocio que tenía con esas personas. Por último, trató de recordar y confirmó efectivamente que nunca había visto a tal hombre en la empresa. Debe ser alguien nuevo. Pensó. Es fácil encontrarse con gente nueva en un sitio tan grande como este. Después de terminar de analizar la situación, Andrés salió del baño y se dirigió a gestionar sus propios negocios.
Dicen que La Muerte lo sabe todo, que ella sabe dónde y cómo ubicarnos. Lo que no sabía esa noche de Abril es que Andrés Cortés la encontraría a ella primero y le facilitaría su trabajo.
Juan Camilo Marín