La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces
Jean Jacques Rousseau
Amor u odio
La vida es una lucha constante entre el amor y el odio. Soy de los que cree que el punto intermedio no existe, uno ama u odia. Sin embargo, si me piden categorizar esta historia no sabría en cual de ellos dos enmarcarla.
Mi familia y yo
Soy un medellinense cualquiera con un núcleo familiar un tanto particular. Mi familia actual se reduce a un solo miembro: mi madre Carmelina. Y digo actual pues hace cinco años estaba con nosotros mi tía Amparo, quien murió de cáncer cuando yo tenía 17. Ambas son mis ángeles guardianes – una de ellas, ya en el cielo.
Mi tía Amparo siempre me inculcó el don de la paciencia. Esa paciencia que tanto me serviría. Ella lo llamaba un don pero creo que se equivocaba pues para mí los dones son aquellos con los que nacemos, por el contrario, la paciencia es algo que se tiene que cultivar. Pero mi tía no solo predicaba acerca de paciencia, ella fue una guía constante durante toda mi niñez y juventud.
Mi madre, por su parte, es amor en pasta. A pesar de ser muda, debido a un trauma sufrido nueve meses antes de mi nacimiento, siempre he contado con su apoyo incondicional. Nunca he recibido un maltrato de parte de ella, por el contrario, mi tía Amparo la tachaba de alcahueta. Desde que tengo uso de razón se levanta a prepararme el desayuno y cuando salgo de casa me da un beso en la frente. Cada vez que pienso en ella se me dibuja una sonrisa en el rostro. Por ella, es la razón de ser de esta historia.
Primer paso: ingresar a Almacenes La Pluma y conocer a don Luis
Ingresar a Almacenes La Pluma no fue complicado. Necesitaban un mensajero y para dicho cargo no se requiere de experiencia laboral. Apliqué y lo obtuve inmediatamente. La ventaja de ser el mensajero de una empresa es que uno puede tener acceso a todas las instalaciones y conocer a todos sus empleados, inclusive al mismo dueño. En este caso, el dueño de Almacenes La Pluma se llamaba don Luis.
El día que conocí a don Luis fue tal cual como lo describió mi tía antes de morir. Un señor bocón, medio montañero y grosero. Con el tiempo y las diversas conversaciones logré descifrar más detalles de su vida. Era soltero y mujeriego, y lo que tenía de soez lo tenía de desconfiado. Sin embargo, estos detalles eran de poca importancia para mí. Lo que realmente atrajo mi atención fue su amor por el dinero. Amor que él mismo profesaba a cada momento cuando pronunciaba su motto: “sin dinero no hay vida”. Amor que fue el motivo de su perdición.
Segundo paso: aprender
Después de mi primer año en Almacenes La Pluma decidí ‘que hacer con mi vida’. Lo pongo entre comillas pues me causa gracia que la gente diga eso de ‘que hacer con mi vida’ cuando se refiera a decidir qué estudiar. Mi elección fue ingeniería de sistemas.
Creo que el haber elegido tal carrera fue un gravísimo error. La razón principal para escogerla era que quería ser un hacker y para ser un hacker no se debe estudiar ingeniería de sistemas. Se debe estudiar programación. De hecho, los mejores hackers de la historia ni siquiera han estudiado. Simplemente necesitan acceso a la web y ya.
Debo admitir que este segundo paso me costó trabajo. No sólo era el tiempo sino también el espíritu. Recuerdo que pasaba horas enteras, día y noche, aprendiendo cómo quebrar contraseñas. Poco a poco fui aprendiendo nuevos trucos. Esto de hackear es un arte y por tal razón requiere práctica. Práctica que me consumió unos cuatro largos años de mi vida.
El hito lo marcó el día que aprendí a robar dinero de una cuenta bancaria.
Tercer paso: identificar el momento propicio
A pesar de que me ofrecieron mejores cargos en la empresa siempre desistí de ellos pues el ser mensajero tenía un privilegio que los demás no me ofrecían: acceso directo a don Luis.
Después de cumplir cinco años en una empresa como mensajero te enteras de muchas cosas. De las aventuras de sus empleados, de los cumpleaños de cada uno de ellos, y por supuesto, de cuándo el jefe suele quedarse un rato solo los viernes en la noche. En el caso de don Luis era el último viernes de cada mes. Era como un ritual. Después de su reunión con la junta directiva de 5 pm a 6 pm se encerraba en su oficina por unas largas dos horas acompañado siempre de una botella de Old Parr. Él nunca hubiera pensado que el viernes pasado era su último.
El viernes pasado terminé mis deberes temprano. Siendo las 4 pm me dirigí entonces a la oficina de don Luis, teniendo precaución de que nadie se diera cuenta. Allí esperé paciente dos horas. Eso es nada comparado a los cinco años que llevaba esperando por ese momento.
Cuarto paso: contar un cuento
Semejante susto se llevó don Luis cuando llegó a las 6 pm y me vio sentado en su sillón con mis zapatos puestos sobre el escritorio.
“¿Qué hace usted acá?” Preguntó con tono gritón, como de costumbre.
“Don Luis, por qué no se sienta. Quiero contarle un cuento.”
“Qué cuento ni qué hijueputas, usted está loco. Lo voy a despedir y voy a llamar a seguridad ya mismo!” Decía en tono amenazante mientras procedía a retirarse. Entonces comencé inmediatamente.
“El nombre Carmelina le debe sonar, cierto?” Entonces se detuvo cual si hubiera utilizado el freno de emergencia, se volteó pálido y me dijo.
“¿Qué quiere de mi y quién es usted realmente?”
“¿Llevo cinco años trabajando en esta empresa, conoce mi nombre pero no me reconoce? Qué poco detallista don Luis. Pero venga, por favor siéntese cómodo. Al fin y al cabo estamos en su oficina!”
Don Luis entonces procedió a entrar a la oficina, cerró la puerta y se sentó en la silla que estaba al frente mío. No se molestó en levantarme de su sillón, ese de cuero negro que reflejaba su poder.
“Espero le guste el cuento.”
Bajé mis pies del escritorio. Puse los codos en la mesa y mis manos debajo de la boca, con mis dedos índices apuntando a mi nariz, cual si fuera un analista político, y comencé.
“Hace cinco años murió alguien a quien usted conoce muy bien. Alguien a quien vio muchas veces en los juzgados. Esa persona era mi tía Amparo, que en paz descanse. Antes de morir, ella me confesó algo que yo no conocía hasta ese entonces y que daba respuesta al por qué mi madre no hablaba. Supongo que a mi madre tampoco es necesario que se la introduzca, cierto?” Pregunté, con odio evidente. “Pero qué tonto soy, si hablamos de introducir usted es el experto, no cierto, hijo de puta?!” Le grité, a la vez que golpeaba con mis puños el escritorio de don Luis.
Me calmé, respiré profundo y continué. “¿Sabe qué odio de este país, don Luis? Dije. “Que todo, absolutamente todo, se puede comprar con dinero. Incluso la libertad. No cree usted?” No hubo respuesta alguna. Lo único que se reflejaba en el rostro de don Luis era una mezcla extraña entre resentimiento y miedo.
“Por qué no dice nada, usted que tanto le gusta gritar y maldecir.” Silencio. Ni una sílaba salía de su boca.
“Pero qué pena. Me desvié del cuento. Proseguiré.” Dije en tono obviamente sarcástico. “Yo pensaba que la mudez de mi madre era un mal de nacimiento, pero al parecer no era así. Mi tía me dijo que durante más de diez años estuvo yendo a los juzgados tratando de demostrar el trauma que había sufrido mi madre producto de una violación. El responsable, al parecer era un tal Luis Alberto Gómez. El problema de todo el proceso es que mi madre, además de no poder hablar por el incidente, tampoco quería ir a juicio por miedo a verle la cara a su violador. Por supuesto, como todo en Colombia se puede, el acusado pagó los mejores abogados del país y salió bien librado del proceso para poder continuar su vida de rico de manera impune.” Respiré profundamente de nuevo. “Lo peor de todo fue darme cuenta que yo era el producto del acto y por supuesto hijo del puto violador.” Me detuve, lo miré fijamente a los ojos y le pregunté:
“¿Usted sabía que por su culpa yo no le conozco la voz a mi madre? Don Luis, por qué putas la violó?!”
“Eso no fue violar. La conocí en una noche de fiesta. No me prestó mucha atención en un principio, así que la emborraché y listo. Lástima que estaba medio dormida cuando me la comí.”
“Definitivamente su ignorancia reluce…” Agaché la mirada, hice una mueca y continué. “La segunda parte del cuento, requirió de un elemento fundamental: paciencia. Aquel bastardo, al conocer la verdad respecto a su existencia decidió ir en búsqueda del violador. Al principio pensó hacer la más sencilla, o sea, pegarle un tiro y arreglar la situación. Sin embargo, el muchacho era inteligente y sabía que aquello le traería una tristeza más a su madre. Acto seguido, decidió conocer un poco más del violador y atacarlo donde más le dolía. Para hacerlo le costó unos largos cinco años.” Me detuve mientras saqué un revolver calibre 38 de mi chaqueta que lo puse sobre la mesa.
“¿Qué piensa hacer? ¿Está loco? ¿No acaba de decir usted mismo que dispararme le traería más problemas a su mamá?” Gritó, mientras se levantaba asustado de su silla. Mientras tanto, yo dejé el revolver en la mesa y me iba caminando despacio hacia la puerta. Finalmente le dije:
“No don Luis. Yo no le pienso disparar. El revolver es un regalo para usted, en vista de que ya no tiene nada. Cuando quiera, puede ingresar a todas sus cuentas, todas y cada una de ellas están en cero. Todas. Acá, en Estados Unidos, en Suiza, en Islas Caimán. Ni un peso, ni un dólar, ni un euro.” Me disponía a abandonar la oficina, pero entonces recordé algo fundamental. Volteé mi cabeza y con una sonrisa en mi rostro dije: “espero que ponga en práctica su motto, ese de sin dinero no hay vida.”
Cerré la puerta y me alejé caminando, esperando escuchar en cualquier momento el disparo de un arma que nunca sonó. Cuando llegué al primer piso del edificio y salí a la calle vi cuando se amontonaba la gente en torno a un viejo gordo que estaba vuelto mierda en el pavimento. “Seguramente no supo utilizar el revolver,” pensé.
Juan Camilo Marín
Juan Camilo Marín